La levedad de la anécdota no me impide contar el orgullo de que nuestro pueblo, ya casi consumido el primer cuarto de siglo, en plena era de despoblación y ‘España vacía’, tenga este bullicio un día normal, al azar. Un día sin festejos ni especialidades. Un miércoles de entre semana. Finales de febrero, aún invierno. No hay puente, ni días libres a la vista. Sin embargo, me bajé del coche a la puerta del Ayuntamiento nuevo (Casa de Cultura) y comprobé cómo aún hay esperanza.
Resulta que las escuelas tienen el césped cortado, porque por la mañana y primeras horas de la tarde los niños acuden allí a clase (como es habitual desde hace prácticamente 140 años, 61 en el edificio actual). Al lado de la escuela, cuatro jóvenes de entre veinte y treinta años juegan al pádel en la pista de reciente construcción. De fondo se oye la música de ensayo de una banda de rock (Los Julietas). Giro la cabeza, y en la Casa de la Cultura, los jubilados disfrutan de sus juegos en su tradicional reunión de puertas abiertas, de los Miércoles. Y al mirar hacia arriba, veo encendida la luz de la secretaría del Ayuntamiento.
No sé cuántos pueblos de poco menos de 200 habitantes tienen esta vida. No sé si esto es lo habitual. Pero lo que se desprende de todo ello es que NO existe resignación a morir en el medio rural español. Con una inversión por habitante -participación en tributos- de menos de la mitad que en una gran capital, apenas podemos hacer otra cosa sino mantenernos. Pero la voluntad de resistencia, de lucha por la supervivencia de los municipios pequeños está ahí. Nos dejan abandonados -se les llena la boca con la España vaciada, a los mandamases-, sin embargo, esto dista mucho de ser el desierto que pretenden.